miércoles, 18 de abril de 2007

Un tal Roberto Drode

del libro Metano, de walter iannelli
a la memoria de mi amigo Fernando Morales


El tipo me había cansado. Es justo decirlo ahora. En el círculo Pinar de Rocha, en los Juegos Florales de Cutralcó, en el Quinto Centenario de la muerte de Vladimiro Casanuva, en el certamen de relato negro del Ayuntamiento de Alcantarilla. Para qué seguir enumerando. Me dejaban una carta por debajo de la puerta y ya me dolía el estómago. Tratando de contener las arcadas y lo más rápido posible, abría el sobre con la punta de los dedos como si tuviera mierda entre las manos. Estiraba el papel ante mis ojos para ver si, de una vez por todas, el maleficio se había terminado. A veces tenía que dejar la carta ahí mismo, donde la levantara, y correr hasta el botiquín del baño a tomar una o dos de esas pastillitas que bajan las palpitaciones. La esquela, en suma, diría: tercer o cuarto premio, en el peor de los casos alguna de las menciones. Nada mal si yo hubiera sido un principiante. A veces había menos posibilidades de que el tipo me ganara. La carta, en estos casos, diría: Segundo premio. Iba a pretender no darle importancia al asunto, olvidarlo, sobre todo cuando un segundo premio era sólo un apretón de manos. Pero, siempre pasaba lo mismo, aunque quisiera evitarlo. La tentación era muy grande y en algún momento iba a ponerme a buscar desesperadamente el sobre, que quién sabía dónde había dejado, y a dar vuelta las dos bibliotecas y la mitad de la pieza con la cara violeta de desesperación para encontrar el pedazo de papel emergiendo, marchito, desde adentro de algún libro. Entonces ya estaba, no había marcha atrás. Cada vez más, iba a esperar el día señalado como si fuera la única cosa que hubiera para hacer en el mundo, sin comer, sin pensar en otra cosa que en Drode. Iba a consumirme lentamente en mi propio fuego hasta llegar el día señalado, piel y huesos. Y ese día, perfumado, peinado al agua y con mi mejor raya al medio estaría donde se debiera: en Calamuchita, en Morón, en el instituto Di Tella, en el mismísimo palacio de Saint Germain. Y me bancaría los discursos, los pasos de baile de un montón de roñosos, sólo para verle la cara a Drode. Entonces, una vez en el evento, alguien pronunciaría mi nombre, y yo, tendría que levantarme, recorrer los metros que me separaran del estrado o cualquiera fuera la cosa que hubiesen montado allí adelante, y recibir, de las anónimas manos de alguien que ni me miraría a la cara, alguna medallita, una plaqueta pura madera o alguno de esos trofeos que habían sobrado de los partidos de papi-fútbol.
Se podrá creer que ese era el momento más alto, por lo menos para mí, de la velada. Pero no. Porque "el momento", era aquel inmediato a éste, en que, con un pedazo de madera en la mano o un muñequito de plástico pintado de oro apretado en el puño, me volvía de espaldas, entre las sillas y mirando el piso en dirección al lugar del que me había levantado. Ese era el instante, el milésimo de segundo, en el que una voz, la misma voz cascada que me había nombrado como si estuviese leyendo la cotización de la bolsa, cobraría vigor y levantaría el tono para decir el nombre maldito. Entonces yo tendría tiempo de llegar a mi asiento, sentarme incluso, levantar un poco el cuello para aspirar, entre el silencio que sobrevolaba las cabezas, el olor a curiosidad de la gente. Entonces el hombre o la mujer de voz cascada desde arriba del estrado encogería los hombros y diría con cierta decepción pero no menos vehemencia, algo así como:
—Roberto Drode, el primer premio, ¿no ha venido?
La gente se miraría entre sí sospechándose y encogiéndose también de hombros como si todos pudieran ser Roberto Drode. Como si todos fuesen Roberto Drode y no quisieran pararse. Ya los había visto. Ya lo había vivido: cuando obtuve la primera honorífica en relato sobre caballos pura sangre en el country "Aguas Verdes" de Don Torcuato, Tercer premio con "Zapallos Salvajes" en el círculo de Hortelanos o, para seguir enumerando, segundo compartido de "Cuento brevísimo para leer en voz alta" en la fundación Astorga para disléxicos. Todos concursitos con premio en efectivo, lo que le quedaba a un escritor que pudo haber sido importante, como era mi caso, o a uno en leve ascenso. Todos para Roberto Drode. Los ojos evaluándose entre sí, reclamándose un Drode posible, y yo apretando mi pedazo de madera o mi muñeco de fútbol, harto de que el maldito estuviera siempre delante de mí en todos los programas, llevándose el dinero, jodiendo, demostrándome que siempre podía un poquito más.
Pero lo peor era que ni antes ni después nadie habría de levantarse, porque Drode no había ido. Y entonces, allí arriba en el estrado, la voz cascada conferenciaría con otros tres o cuatro patéticos y diría para todo el público:
—Puede quedarse tranquilo el señor Drode. Le guardaremos el cheque.
Sería inútil que con cualquier argumento intentara saber las razones del paradero del tal Drode. Menos aún obtener la dirección, tan solo el teléfono. Como si todo el grupo organizador, incluyendo el jurado, conspirara en mi contra, se quedarían mirándome como si mi inquietud fuera un grave pecado.
—No. No nos está permitido brindar datos privados de los participantes.
No hizo falta más que una de estas respuestas para que recurriera a la guía. Drode no parecía un apellido raro, pero tampoco demasiado fácil. ¿Qué iba a hacer en caso de que lo encontrara? No sabía. En un primer momento se me ocurrió proponerle un trato. Yo no me presentaba a ciertos concursos y él no lo hacía en otros. Pero la opción enseguida me resultó inválida. Dado que siempre había figurado delante de mí, me daba cuenta que en realidad no tenía qué ofrecerle a cambio. La otra opción era menos aristocrática. Simplemente lo cagaría a palos, le daría tantas patadas en el culo que no le quedarían ganas de comprar ni un billete de lotería. Pero cuando mi dedo llegó al lugar de la guía en donde debía encontrar veinte o veinticinco Drode –según calculé-, descubrí que no había ninguno.
No soy un hombre fácil. En cierta época supe llamar a cualquier hora de la madrugada, durante cinco años –allí donde me dejara el alcohol o la escritura-, a una persona que me debía dinero. No era mucho, es cierto, pero sí era importante el modo en que había sido estafado. Hay veces que se siente que otro se está quedando con lo que es de uno. Puede tratarse de dinero, de un afecto, de un lugar en el mundo. Aunque fuese el último. Algo así me pasaba con Drode. Algo de Drode me volvía a convertir en perro de presa. Y estuve guardándome el asunto como un gato agazapado durante algo más de un mes, tiempo que podría traducirse en dos o tres certámenes de muy relativa envergadura como el de "Engañar a un niño" del Rotary de Ramos Mejía o el "Alfonsina Storni" para poetas, de Olavarría.
Fue en Carlos Casares, en oportunidad de la fiesta de la Holando Argentina, cuando tuve la primera posibilidad de acercarme al misterio. Los premios del certamen "La mejor vaca del mundo" se entregaban en la sede de la Dirección de Cultura, justo enfrente del edificio municipal. Había gran alboroto. Quince minutos antes de la hora señalada, el salón –en rigor a la verdad, un saloncito que parecía de primero auxilios, donde habían instalado poco más que cincuenta sillas desiguales- se llenó de viejitas emperifolladas y algunos jóvenes distraídos que esperaban taciturnos como si les diera lo mismo estar ahí que en cualquier otra parte.
Lo que seguiría sería lo mismo que en todos lados. Ya me había acostumbrado hasta extremos indecibles, pero esa manera de soportar en dolor para mí no representaba sumisión, sino un secreto abastecimiento de los más recónditos deseos de venganza. Media hora más tarde alguien pronunció mi nombre. Alguien me tendió la mano y puso en la otra una plaqueta de madera, y un instante después llamaron a Drode, para quien un geriátrico en vivo sostendría la expectativa de siempre, un murmullo que iría creciendo como una marabunta de hormigas para consagrar de ese modo la presencia de la ausencia con el mejor de los aplausos.
Esa tarde no fui como siempre a emborracharme a la taberna más cercana. Habían servido unos escuálidos canapés y unas cuantas botellas de champán y decidí quedarme. Me apuntalé cerca de una mesa, masticando una bronca cada vez más sutil, más agradable; y haciéndome de una botella para mí solo decidí beber en paz conmigo mismo, atisbando las caras de cada uno, buscando en las caras de cada uno algún gesto de un Drode que aún no conocía, que quizá se escondiera de la gente entre la gente misma, como un ladrón que sabe que el lugar más seguro es el propio sitio del delito.
Fue entonces, cuando la señora de vestido floreado decidió disculparse por interrumpir la conversación sobre toros capones, que vi la cajita de cartón sobre la mesa. Desatendida, al descuido del champán y de la borrachera de los responsables de su custodia, parecía –lo era en realidad- un objeto abandonado ya sin importancia. El alcohol, que aún me permitía razonar, me situaba en esa frontera imprecisa que se traza entre la valentía y la estupidez. Me animé. Era eso o terminar en la cama con alguna señora del campo hablando de ponedoras. Si Drode había obtenido el primer premio, el último o el primero de esos sobres debía ser el suyo. Me acerqué tambaleando para mezclarme con los demás tambaleos y, con naturalidad, tomé de la caja lo que debía y deje el resto. Tambaleando un poco más rápido gané la puerta y un minuto más tarde estaba encerrado en el baño de la planta baja del hotel, sacando el tesoro del bolsillo interior del saco. El primer sobre fue a parar al inodoro. No era lo que buscaba. El segundo decía: "Las cosas que hice con la tía Alicia". Seudónimo: "Qué te importa". Lo abrí. En el papel casi en blanco podía leerse: "Por si hubiera tenido la enorme fortuna de ser favorecido en tan distinguido evento, me pondré en contacto un día después de la entrega de premios. Sepan Uds. disculpar las molestias. Estoy de viaje. Roberto Drode."
Dormí dos días seguidos para sacarme la bronca. De vuelta en Buenos Aires, caí en la cuenta de que me había quedado sin dinero cuando abrí las boletas de electricidad, gas y teléfono que encontré detrás de la puerta. La otra carta era del cotolengo Mater Dei: me invitaban a ser jurado de un certamen literario. Leí con atención.
Hacía tiempo que no era requerido para tales convocatorias. Ultimamente mi trabajo se había empobrecido de tal modo que apenas conservaba algunos alumnos de taller literario que asistían a la reunión de los miércoles con pocas ganas. Un mercado chico y mucha competencia. No era momento de rechazar trabajo. Sin pensarlo mucho acepté la propuesta.
El concurso, empezando por mis compañeros de jurado, fue un fiasco. Me acompañaron en la elección de los premios una escritora de literatura para niños y una monja del cotolengo que apenas podía deletrear las palabras. No hubo modo de ponerse de acuerdo. Cansado, hastiado, y con cierto desdén, propuse, después de una hora de infructuosos cambios de ideas, un sistema de puntaje sabidamente injusto pero rápido a la hora de evitar discusiones bizantinas. Resultó ganador un trabajo deforme, maniqueísta y lleno de golpes bajos que me hizo caer en la cuenta de que, al fin y al cabo, la profesora de letras y la monja de cotolengo me habían hecho el dos a uno.
La idea del cuento ganador no era mala: una diva de televisión celosa de otra de mayor audiencia y cariz televisivo, le regalaba a ésta un perro de raza, pointer o pitcher, uno de esos. El perro en cuestión resultaba estar amaestrado para hacerse amar de entrada, pero también para hacer barullo a cualquier hora de la noche y caca y pis en todos los lugares de la casa. En resumen: el perro iría desgastando el ánimo de la dueña quien incapaz de separarse de lo que hubo adoptado como un hijo postizo, como el hijo que nunca había venido, terminaba enclaustrándose con él, en un afán por enderezar su destino o hundirse en él para siempre. Es decir, dejando el campo libre para la otra. El tratamiento de la trama era horroroso, pero para qué voy a entrar en detalles.
Quince minutos después me enteré que el ganador, de lo que para mí significaba algo así como un mes y medio de alquiler, era el tal Roberto Drode.
La semana que siguió a la entrega de premios fue terrible. Naturalmente, Drode se había limitado a tomar contacto con los organizadores del concurso de un modo casi fantasmal, ficticio. La monja y la profesora volvieron impune y cándidamente a sus actividades y a mí empezó a invadirme un extraño y reforzado desasosiego cuando descubrí, como si una mano mágica revisara mi subconsciente, que la historia de las divas y el perro no me era desconocida. Esto sucedió en un bar de retiro mientras terminaba de gastarme el último peso de lo cobrado en el concurso emborrachándome con compañías casuales. De pronto miré por la ventana. Bajo la garúa un muchacho había detenido su carro de cartonero junto a una montaña de desperdicios y le hablaba al caballo con monosílabos guturales. Algún fatal discernimiento le hacía tirar arriba del carro algunas cosas sí y otras no, mientras el caballo exudaba vapor por los ollares y golpeaba los cascos contra el empedrado brillante. Algo me hizo pensar en mi edificio. En el espacio para lo que alguna vez fue el incinerador y que algún decreto municipal de los ochenta había convertido simplemente en retén del tacho de basura. Algo me hizo pensar en mi pequeño departamento, en la imposibilidad de guardar tantos papeles, en los momentos en los que había dejado en el palier horas de trabajo sin rumbo. En alguna que otra tarde en la que habría dejado en ese lugar los borradores de una historia imposible: la de dos divas que peleaban con armas no santas por el estrellato.
Aún me quedaba algo de ingenuidad y pedantería.

Esperé ese timbrazo entrecortado, isótono, durante cuatro días. Una sospecha tangible y causal había ido tomando cuerpo en mi cabeza, un inmenso mapa que destejía lógicamente sus intrincados vericuetos. La mente humana tiene formas laberínticas de funcionar.
Pregunté quién era. "Expensas", dijo la voz del otro lado. Coloqué un cómpac en el equipo. Abrí la puerta.
El cobrador de las expensas se estiró y aspiró el aire como si pudiera oler la música. Los sonidos graves parecían inflarlo por los oídos.
—Schumann —dijo con los ojos entrecerrados y una tenue sonrisa en la boca.
—Sí. Veo que tiene buen oído. Venga, pase.
El hombre miró por encima de mis hombros, como si quisiera corroborar que me encontraba solo.
—Le preparo un café —dije—. Debe estar cansado.
—Si no es molestia —dijo.
Me corrí para dejarlo avanzar y el hombre entró caminando cansinamente.
—Mi nieto —dijo con orgullo—. Mi nieto escucha Schumann.
Puse la pava sobre el fuego. No me iba a engañar con ese aire de viejo, de abuelito culto por propiedad transitiva.
—Siéntese —dije señalando una de las sillas en el kichinette—. ¿Azúcar o sacarina?
El hombre abrió el talonario de recibos sobre la mesa, sacó las gafas de un bolsillo de la camisa y se inclinó sobre los papeles.
—Sacarina, si no le importa —dijo y agregó bajando la voz—: Doscientos noventa y cinco, los últimos tres meses, intereses incluidos.
Lo miré con altanería. Me crucé de brazos. Asentí con la cabeza.
—Doscientos noventa y cinco, intereses incluidos— dije sonriendo—. Unos noventa y pico por mes por este departamentito de morondanga. Cómo no, Señor Drode. ¿O puedo llamarlo Roberto? ¿O prefiere: "Latrocida de ideas abandonadas en la basura?
El viejo se puso lívido. Se sacó los anteojos, levantó la cabeza y me miró parpadeando:
—No entiendo —dijo.
La pava silbaba. Apagué el fuego, saqué el cuchillo de cocina del segundo cajón de la mesada y se lo puse en el gañote.
—No te hagas el boludo —dije.
El viejo estiró los brazos sin mover la cabeza y temblando separó el recibo del talonario.
—Es suyo. Esta-ta-tamos a mano —tartamudeó.
Bajé el cuchillo, decepcionado. El hombre se levantó lentamente como si estuviese frente a una bomba a punto de estallar y caminó mirando hacia atrás hasta la puerta de salida.
Los días siguientes fueron difíciles. La administración me envió una carta documento avisando el inicio de acciones judiciales donde constaba la denuncia policial que oportunamente había realizado el cobrador de expensas. Me había ido de boca, y de manos, debía proceder con más tacto. Mientras tanto Drode seguía haciendo de las suyas. En la última "Antología de Cuentistas de la Provincia de Buenos Aires", publicada por la Secretaría de Cultura, ganaba un primer premio con otra burda recreación de una de mis ideas desechadas. El relato no era ni más ni menos que la historia de un marido que obligaba a su esposa a trabajar en teatros de variedades, sótanos de mala muerte estilo café concert, explotando la rara habilidad de la señora: Hacía ruidos a voluntad con sus agujeros. Después de escribir unas cuantas páginas yo había desechado un argumento parecido por escatológico, de mal gusto. Sin embargo Drode ganaba el concurso titulando el texto: "Mi mujer se tira pedos musicales". A esas alturas calculé que Drode juntado premios estaría ganando más que la mayoría de los Best Sellers Argentinos.
Unas horas después de toparme con ese libro, recibí de manos de Dory, la señora que hacía la limpieza en el edificio, la primera citación de la policía. Dory tenía el enorme culo apuntando al techo y la cabeza metida atrás del tacho de basura. Silbaba. Alguna canción pegadiza de las FM quizá. Silbaba bien.
—Hola Dory —dije.
Dory se enderezó como si tuviera una bisagra y el culo se redujo a su mínima expresión, lo que no era mucho. Me regaló una sonrisa podrida, de dos dientes.
—Hola señor. Le trajeron esto —dijo entregándome un papel doblado y abrochado por las puntas.
—Hola —dije. Agarré el papel y metí la llave en la cerradura.
—Ah, señor —dijo Dory—, quería preguntarle si tenía algún libro de Paulo Coelho.
—¿Le gusta leer, Dory?
—No, a mí no. Se lo pidieron en el colegio a mis hijas, pero no leen na’.
—Coelho es lo mismo que nada. ¿Y escriben?
—Menos. Qué va.
Meneé la cabeza. Abrí la puerta. Dory siguió silbando la misma canción.
—Roberto Carlos, o Roberto... Drode —dije, malicioso—. Esos sí que son buenos.
Dory dejó de silbar:
—¿Quién? El primero me suena, ¿no era que tenía cáncer? ¿Y el otro?
—¿Drode? ¿No conoce a Roberto Drode? —dije.
Dory negó con la cabeza, después por inercia con las enormes tetas y con las caderas.
—Se lo pierde —dije, otra vez decepcionado.
Dos policías vinieron a buscarme cuatro días después y, alegando que no me había presentado a las requisitoria, me llevaron por la fuerza a la comisaría. Allí dije que lo del cobrador de expensas había sido un mal día, apremios económicos, en fin. No fue difícil que me creyeran.
Esa misma tarde tenía en casa la reunión de taller.
Era consciente de que no me quedaban muchos campos por investigar, así que estaba preparado. Liberé la mesa de trastos, preparé café. Pasé el resto del tiempo espiando por el ojo de la cerradura, esperando que alguien se llevara el fajito de papeles que había dejado junto al tacho de basura. Pero nada. Hasta que fueron llegando los talleristas.
El grupo era reducido. Las cosas no andaban bien, y, como dije, mi brillo de escritor se había desgastado hasta quedar reducido a menos que un chispazo de pedernal. Es cierto, tenía cierto prestigio como docente y como crítico, pero todos saben que no es lo mismo. En algún tiempo me había limitado a mirar a un nutrido grupo emitiendo monosílabos de aprobación o de desaprobación, sentado a la cabecera de la mesa. Nadie se atrevía a contradecirme y los movimientos de mi cabeza eran señales divinas que todos escrutaban como si interpretaran la tabla Ouija. Ahora debía esforzarme mucho más, despachar elaborados y sesudos basamentos teóricos, desarmar el arte de la literatura como a un calefón y mostrar las herramientas limpias de polvo y paja, sin poder evitar que mis alumnos me miraran con cierto desprecio, con aire de superación, y anotaran aquello que les dijera con el profundo convencimiento de que me guardaba algo.
Dos por tres, por desdén, por impudicia o falta de ganas, el pequeño grupo se veía reducido a una o dos personas. Sin embargo esa tarde vinieron todos. La muchacha estudiante de abogacía que se iba un rato antes corriendo hacia la facultad; la señora mayor que no tenía nada que hacer pero que se pasaba toda la reunión como si estuviera haciendo algo; el hombre maduro, canoso, que me observaba con ojos inquisidores para hacer siempre las mismas preguntas y que jamás había presentado un escrito; la maestra ciruela con aire de haber dejado la leche en el fuego y que escribía como el culo; y mi alumno preferido: un enclenque pibe de anteojitos y nariz a lo Cyrano, atolondrado y valiente como pocos. Sin darles tiempo a decir ni "mu", serví el café y extraje de entre las páginas de un libro el pliego del diario del domingo en donde habían publicado al ganador del concurso literario que había convocado el multimedio al que pertenecía. Un montón de guita. Por desánimo yo ni me había presentado, pero sí Roberto Drode. Y ahí estaba su cuento, con copete de "primer premio", para dos millones y medio de personas.
Me aclaré la garganta y empecé a leer. Ya se me ocurriría con qué cuestiones de taller relacionar el texto. Quería ver de qué modo operaban las palabras de Drode en el lector, qué cosa parecía volverlas irresistibles para los jurados. Por supuesto, el argumento del cuento me había resultado familiar, pero además quería saber, más allá del argumento, de qué hablaba, en el fondo, Roberto Drode. Qué hacía que él tuviera tanto éxito con lo que yo había abandonado por vano, soso o inconsistente.
El cuento en cuestión trataba la historia de un soldado norteamericano llamado Audie Cronwel, que había peleado en la segunda guerra mundial con grandes méritos y había devenido en actor de Hollywood.
Audie tiene una infancia difícil. Hijo de granjeros del sur se hace cargo de su madre y sus hermanas a los pocos años, una vez que su padre muriera al caer debajo de un arado. Sale a cazar conejos todos los días con una sola bala en el cañón de la escopeta. Eso era todo lo que podía permitirse. Sabe que si ese día falla, no comen. Su puntería se vuelve infalible. Las cosas van de mal en peor, entonces Audie decide enrolarse en el ejercito. Audie apenas pasa el metro sesenta de altura y redondea unos magros sesenta kilos, por lo cual tiene dificultad para ser aceptado. Cuando comienza la segunda guerra mundial, el joven soldado, gracias a su abnegación, ya está convertido en Sargento. Hay dos escaramuzas fundamentales contra los alemanes que marcan su destino. En la primera la valentía de Audie es estratégica, en la segunda física. Decidido a tomar por asalto un nido alemán, se vale sólo de su velocidad y su capacidad de tiro. El enemigo se repliega ante un solo soldado. Los diarios de la época hablan del flamante mayor del ejército. Reproducen en letras de molde la cantidad de muertos y su equivalente en medallas: doscientos cuarenta. Las fotos de Audie Cronwel seducen a las muchachas desde la primera plana.
Es ahí cuando un productor de Hollywood se fija en él. Entonces el joven Audie, que para entonces cuenta con veinticuatro años, es contratado para filmar una tira de vaqueros. Las partenaires son petisas y aprende que desenfundar no es tirar con metralleta. Lo de la voz de pito se soluciona rápido. Lo doblan. Audie Crownwel es de madera, pero qué importa. Monta del derecho, del revés, dispara con las dos manos. Nunca es Sheriff, siempre se ubica en ese límite impreciso entre lo legal y lo menos malo. Las mujeres lo adoran. En suma, en un año filma tres películas, se casa con las tetas de turno, tiene dos hijos.
Pero Cronwell comienza a evidenciar que nunca va a poder superar los días de la guerra (en realidad aquí para mí debería haber empezado el cuento). Tiene pesadillas recurrentes, requiere de tranquilizantes para dormir, se hace adicto al juego, sale con mujeres, busca esa sensación de infinito, de límite final que le había dado la cercanía constante del olor a carne chamuscada. En un año se convierte en una verdadera porquería. Audie Cronwel se termina matando (¿suicidando?) en un bimotor que cae en picada en un campo desierto. Sin duda una metáfora de la humanidad, más cercana a la vida cuando más lo esté de la muerte.
Después del punto final levanté la vista y los miré uno por uno.
Ya no me parecía casual que yo me hubiera dejado entusiasmar por una idea parecida (mi personaje se llamaba John O´ Connel y había sido abandonado por su padre. Lo había enrolado en el ejercito sin acudir a golpes bajos y después lo había convertido en escritor, cuidándome de no caer en la contaminación de los registros de la voz que narraba que debía ser ascética y la mirada del mismo protagonista, cargada de subjetivismo. Algo que no había cuidado Drode).
Mis alumnos estaban con la boca abierta, los ojos llenos de lágrimas. El hombre maduro, secándose la cara con el dorso de una mano, me confesó que ya lo había leído justamente en el diario del domingo, pero que había disfrutado de una lectura tan sublime como la mía. Los otros movían las cabezas como los perros articulados de las lunetas traseras de los autos. Manga de pelotudos.
Me puse de pie y caminé hasta el ventanal calculando el tiempo justo en que debía mantenerme de espaldas para que mi gesto resultara intimidatorio. Si alguno de ellos hubiese resultado Roberto Drode –cosa que en el fondo esperaba- lo habría tomado del cogote para tirarlo contra la pared una y otra vez hasta convertirlo en un guiñapo rojo y sanguinolento. Pero, evidentemente, no era así.
En el edificio de enfrente, que emergía como la cabeza de un gigante entre los árboles de la plazoleta, se encendía una luz en la ventana de uno de los pisos más altos. Quizá allí viviera Roberto Drode. En alguna de las miles de ventanas que a esa hora de la tarde empezaban a encenderse en la oscuridad. Ocho millones de historias en la ciudad desnuda. Entre ocho millones mucha casualidad que eligiera las mías.
—El rey está desnudo —dije.
Poco tiempo después empezó el "furor Roberto Drode". Las editoriales que nunca publicaban libros de cuentos y que siempre me habían rechazado se pelearon por él, hasta que la más grande sacó a la venta un volumen anunciándolo como la revelación de fines del siglo XX. Por supuesto engrosé la lista de los ciento cincuenta mil tontos que compraron el libro, un libro desparejo con un prólogo sesudo y sin un solo dato o foto del autor. Por supuesto escribí a la editorial solicitando el modo de ponerme en contacto con él, a lo que respondían que debía mandar mis cartas a la empresa. El libro constaba de trescientas diecisiete páginas para un total de veintiocho cuentos, trece de los cuales identificaba con ideas que ya se me habían ocurrido e incluso había escrito con tanta similitud que hubiera pensado, en otro momento, hacer un juicio por plagio.
Lo pensé, lo pensé, sí. Pero la idea se fue esfumando. Al fin y al cabo mi propia literatura resultaba ser un plagio de todo lo que había leído. Al poco tiempo me convencí de la no existencia de Drode, de la creación de un Drode tecnológico de fin de siglo y afín al mercado, que venía a interpretar el imaginario colectivo de los escritores sin mucha imaginería.
Después de un segundo y tercer libro, plagados de formas que tenían el tufo de lo ya cocinado, empezó una decadencia que lo alejó de las vidrieras, volvió a ponerlo en la nómina de escritores que están en lista de espera y le otorgó al nombre de Drode, por lo menos para mí, nuevamente carnadura humana.
Hace un año lo maté, por lo menos del modo en que necesitaba matarlo. Un hecho tan casual como el de hallar la aguja en el pajar sin haberla buscado. Ya no me interesaban los concursos. Ya no escribía y el taller en mi casa se había desintegrado. Para sobrevivir había aceptado mi antiguo puesto de municipal donde era suficiente saber usar una máquina timbradora. En la cama había cambiado a Balzac por la bolsa de agua caliente y el televisor; y en el bar a Kundera por el diario vespertino. Me dolía todo el cuerpo y la vida, en su sentido metafísico, me había abandonado. La caspa seguía barriendo las solapas y el poco pelo que me quedaba, pero eso ya no era parte del gracioso aire que acompañaba a todo genio incomprendido, sino apenas la prepotencia de la miseria y la frustración haciéndose física sobre mis hombros. Lo digo así, simplemente porque ahora me chupa un huevo que me tilden de retórico.
Fue una tarde de invierno en que hojeaba la página del fútbol cuando me llamó la atención aquel hombre. Vestía un raído sobretodo de piel camello sobre un traje que terminaba en unos zapatos de cocodrilo, abiertos en la suela y sucios de lodo y pasto. Una bufanda con los colores argentinos subía enrollándose alrededor del cuello hasta taparle la nariz. Calculé a vuelo de pájaro: dos mil, dos mil quinientos pesos hubiera costado esa ropa en buen estado, bufanda y todo. El tipo llevaba una bolsita de la lavandería del barrio y hurgaba entre los bultos negros que recién habían sacado a la calle los encargados de los consorcios. Mi observación habría terminado allí, entre la lástima y la autocompasión, si el hombre, que se enterraba en la mugre y la hediondez con el profesionalismo y la mesura de quién ha hecho muchas veces ese trabajo, no hubiera guardado en su bolsita lo único que parecía interesarle: un atado de papeles más amarillos que blancos con las puntas dobladas.
Algo instintivo, primitivo, me hizo golpear el vidrio de la ventana del bar con las llaves, llamándolo. Apenas el hombre me miró, le hice señas de que entrara, levanté la taza de café y señalé la silla que tenía enfrente, del otro lado de la mesa. El otro puso cara de susto y empezó a alejarse. Entonces salí del bar y me crucé abruptamente en su camino.
—No sea idiota —dije, imperativo.
Pedí café con leche y medialunas. El hombre tenía la bolsa de lavandería en el regazo, desbordante de papeles, y la vista fija en un punto que atravesaba la mesa.
—¿Que quiere? —dijo.
Suspiré. Me encogí de hombros.
—Nada —dije—. Que coma algo. Tome un café caliente. Hace frío.
Con un movimiento de cabeza le indique al mozo que el pedido era para mi acompañante.
El hombre sin soltar la bolsa apenas se mojó los labios en la taza y la dejó sobre el plato. Entonces rodeé la mesa con parsimonia y le metí, haciendo fuerza para que entrara, una medialuna entera en la boca.
—Coma —ordené.
Masticó desmesuradamente, durante treinta segundos. Tosió con la boca llena, se ahogó y dobló la cabeza como para vomitar contra la ventana. Pero la cara, roja a punto del infarto, fue lentamente poniéndose rosada hasta volverse blanca como lo había estado.
—Beba un poco de líquido —dije fingiendo preocupación, y agregué mirando las dos medialunas que sobraban—: ¿Y esto?
El hombre respiró hondo. Un estertor retroactivo le cortó la palabra. Si mi gesto anterior había parecido desmedido, el modo en que el tipo se enchufó en el buche lo que quedaba sobre la mesa lo hizo lo más natural del mundo.
—Rico —dijo.
—Sí, rico —asentí—. ¿Hace mucho que junta papeles?
El tipo negó con la cabeza.
—No parece —dije. Recién ahora, que los rasgos empezaban a distenderse, pude sentir que lo estaba mirando a la cara. Los ojos azules, aún jóvenes, se hundían en la piel resquebrajada y sucia —. ¿No tiene dignidad?
Primero me miró con desprecio. Después con cierta curiosidad. Abrazó la bolsa de polietileno.
—¿Y usted qué mierda sabe lo que es la dignidad?— dijo, casi haciendo pucheros.
Y cuando escuché eso me di cuenta que había hecho bien en no dejarme vencer por la tentación de preguntarle el nombre. Ya no hacía falta que encontrara a Drode y usara el revólver que alguna vez había comprado y llevaba, como un resto fósil de otra época, en el compartimento más pequeño del maletín. Ni siquiera que lo cagara a trompadas. Me conformaba con imaginármelo ahí, con esa cara de loco, desencajado entre la ropa que lo delataba en la peor de las miserias, la de haberse caído de un precipicio. Me bastaría con verlo derrumbarse de a poco, en escamas, como un glaciar en verano. Suspiré.
—Tiene razón —dije señalando la taza vacía, suficiente y sabio como nunca me había sentido—. ¿Quiere otro?
El tipo levantó la vista. En sus ojos relumbró un brillo amistoso. Sonrió.
—Dele, ya que está —dijo.
Llamé otra vez al mozo, hice el pedido y pagué todo. Me puse de pie. Salí a la noche helada.
Ayer empecé a escribir de nuevo.

13 comentarios:

Anónimo dijo...

me hace acordar a Bienvenido Bob de Onetti,pero con el 10 por ciento de estilo y fuerza y lo demás,insista amigo,ya le va a llegar

. dijo...

Gracias "anónimo" por concederme la lectura de un texto tan largo (¿el 10 % de Onetti no estará bien?)

Anónimo dijo...

Estupendo relato. Vamos, no sea tan humilde Iannelli. Mara

Anónimo dijo...

digo yo, y ése que habla de Onetti, ¿no sabe que después de la coma va un espacio?
Chileno

Anónimo dijo...

Me parece un excelente relato, tanto por lo bien narrado como por las ideas que trabaja. El tratamiento en primera persona acierta en los dos o tres colores que caracterizan al personaje narrador: una mezcla de costumbrismo urbano, humor y resignación del fracaso. El personaje pasa por diversas etapas en donde la obsesión por Drode es el guía conductor. El tema de la propiedad de las ideas está tratado con preocupación no de posseedor asaltado, sino de pensador. No es la posesión de las ideas lo que preocupa al narrador. El cuento está sugiriendo algo más: quizá el tema del alter ego, quizá el tema del otro y el doble, precisamente otro item literario tan común que ya a nadie pertenece en propiedad. La literatura como tema dentro de la literatura, con el fondo de una comedia negra. ¿Son mis ideas las que ganan concursos, y yo, persona concreta, el que pierde? ¿Soy yo el que no tiene la suficiente capacidad para escribir? Dudamos siempre del resultado de nuestros textos. Tal vez, cuando pensemos decididamente que ya no importan tanto los concursos, que quienes somos está en los que escribimos, podremos deshacernos del Roberto Drode fantasmal que siempre está encima nuestro, acicateándonos y robándonos al mismo tiempo, y volvamos a escribir como lo hace el personaje protagonista del cuento de Walter Iannelli.
Ricardo Curci.

. dijo...

Bué, me da un poco de lorca aceptar este comentario. Ricardo es un amigo literario casi incondicional (juro que no hay parentesco ni le pagué, ja).

. dijo...

Muy buen blog, che. ¡Cómo puede ser que nadiue me lo haya recomendado antes?

Gustavo Semería dijo...

Walter, capo, te felicito porque este cuento logra lo que a mi entender es esencial, quizá lo más simple, más alla de las pretensiones metafísicas o la moraleja (que las tiene como bien señaló otro señor más arriba)que es el hecho de captar la atención de principio a fin y mientras dura, engañando a la mente del lector, haciéndole pensar que por ese lapso, no hay nada más importante que la historia que esta siendo narrada y que por tanto se ha convertido en una realidad, tal vez, no lo se, provoque un efecto similar al de una droga o desencadene alguna clase de proceso químico en las neuronas o en algún rincón del cerebro. Me alegra que seas mi guía en este arte. Un abrazo

Valeria Zurano dijo...

Walter, muy buen cuento, bien contado. Me gusto mucho el manejo del sentido del humor.
Confieso que me reí sola frente al monitor. No hay nada peor que bailando por un sueño.

Anónimo dijo...

Es muy difícil mantener el interés en un cuento largo (lo cual no impide que uno se duerma con un cuento corto, o peor, con un minicuento). Un tal Roberto Drode tiene los elementos necesarios para no dormirse: tensión, prosa ágil y esa cosa cotidiana gracias a la cual uno puede sentir que lo narrado le puede ocurrir a cualquiera. A mí, por ejemplo.

Anónimo dijo...

Hola Agustin! me encantan los cuentos ingeniosos y este lo es.
No es mi intension hacer comentarios intelectuales o pseudo intelectuales.
Simplemente te visitare muy a menudo, para seguir disfrutando tus elecciones.
Felicitaciones!

suedo dijo...

Se le extraña al buen Fernando, hoy he pasado buen parte del día pensando en él, en algun lugar nos volveremos a encontrar y me tomaré todos los whiskies prometidos por tantos años, un saludo

. dijo...

Sí, se lo extraña mucho al Fer. Un gran tipo y un escritor monumental.
¿Dónde lo conociste?
Saludos
Walter